viernes, 19 de octubre de 2012

El Rosario y los Mártires


 A punto de terminar el mes de Octubre, mes dedicado a María, invocándola con el rezo del Rosario, hemos querido saber qué pensaban nuestros Mártires Oblatos de esa arraigada devoción mariana. El P. Patricio Peyton, religioso de Santa Cruz (USA, 1909-1992) y cuyo proceso de canonización está e marcha, se entregó en cuerpo y alma a propagar el rezo del Rosario en familia. Su eslogan era: La familia que reza unida, permanece unida. ¿Existiría ese mismo celo entre nuestros Mártires?  Del Beato Marcelino Sánchez (en la foto) dicen los testigos que no soltaba de la mano el  rosario... Y es que San Eugenio de Mazenod inculcaba a sus Oblatos que no sólo debían rezarlo, sino también y sobre que debían tener una tierna devoción a María Inmaculada: la tendrán siempre por Madre. Aún más, en su testamento espiritual dejó escrito que, al caer de la tarde, cuando nos examinarán sobre el amor, él estaba plenamente seguro de la gozosa y maternal acogida de esa “Buena Madre” debido a su filial devoción personal hacia Ella y porque además había fundado una Congregación con el fin de hacerla amar y darla a conocer. A fe que nuestros Mártires cumplieron con ese deber. De lo que rebosa el corazón hablan los labios. Como botón de muestra, publicamos a continuación un artículo del “santo padre” Vicente Blanco.
Reina del Santísimo Rosario,  rogad por nosotros

            Propio de hijos bien nacidos es hablar de todo cuanto saben agradará a su madre, obrar lo que conocen ser muy grato a su corazón.

            Queremos ser del número de esos hijos, siempre fieles a su madre, que aprovechan todas las ocasiones para dirigirla palabras de gratitud y de amor, que la prueban el cariño que la profesan con obras muy de su agrado.

            Tenemos una Madre en el Cielo que es todo corazón para nosotros, pobres mortales, que mira por nuestro bien; ¿qué haremos nosotros por Ella?.

            Recordarla los momentos más solemnes y agradables de su vida, dirigirle las palabras más laudatorias que jamás se oyeron, pensar en todos pasos y acontecimientos que tanto influyeron en su vida, y en los que Ella intervino, a fin de sacar, y esto es lo que más contento le causa, enseñanzas muy provechosas para bien de nuestra alma, muy prácticas para nuestro adelantamiento y perfección cristiana.

            Esto hacemos cuando rezamos el Santo Rosario, la oración más sublime, o mejor, el más sublime conjunto de oraciones que podemos dirigir a Jesucristo por mediación de su Madre y Madre nuestra, María Santísima.

            En efecto, si consideramos el Santo Rosario como oración vocal, en primer lugar, para hablar con nuestro Padre, que está en los cielos, nos servimos de las mismas palabras con que Jesucristo nos enseñó debíamos acudir a Dios; saludamos a la Santísima Virgen con aquel Ave venturoso que el arcángel San Gabriel trajo del Cielo, como mensaje de la augusta Trinidad; y con los elogio que el Espíritu Santo puso en boca de Santa Isabel, a los cuales se añade el Santa María, o sea, la expresión genuina de la piedad de la Iglesia católica y de todos sus fieles hijos al proclamar en Éfeso la divina maternidad de María (glorioso acontecimiento que ha venido solemnizando durante el presente año la Iglesia); y engarzarnos con anillo de oro estas sublimes oraciones del padrenuestro y avemaría, elevando un himno de gloria a la Trinidad beatísima, repitiendo en la tierra los cantos con que en el cielo se bendice al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

            Y, ¿no será agradabilísimo a María ese recuerdo que hacemos de sus grandezas y del momento solemnísimo en el que el mensajero celestial, después de saludarla llena de gracia, colmada de bendiciones, la predice que sería madre de Dios, el Mesías prometido, y la pide su consentimiento para la realización de tan gran misterio?, ¿no saltará de gozo al ver la confianza con que acudimos a Ella para implorar su protección en nuestras necesidades actuales, y, sobre todo, para el momento terrible de nuestra muerte?.

            Sí, muy olorosas son para María todas esas rosas que cortamos en su mismo jardín; y el conjunto de todas ellas la causan singularísimo placer, pues eso viene a ser cada avemaría: flores y rosas con que formamos el ramillete vistosísimo que elevamos hasta las gradas de los altares de María y se llama Rosario.

            Alguien, quizá, pudiera creer que resultara monótona esa sucesión ininterrumpida de cincuenta avemarías distribuidas en cinco décadas con sus correspondientes padrenuestros y “Gloria al Padre”; que reflexione, quien tal creyere, que el amor sólo tiene una palabra y no se sacia de pronunciar; pero, además, la recitación vocal de esas oraciones ha de acompañar la consideración, meditación o contemplación de los misterios, que son los que salpican esas flores de los más variados matices.

            En esa contemplación de los misterios, que recordamos en cada diez del rosario, encontramos la fuente y manantial fecundo de grandes virtudes, que debemos desear practicar para seguir las huellas de tan grande Madre y de su Hijo divino; en la consideración de esos misterios encontramos un remedio poderoso contra los males que en la actualidad impiden nuestro bienestar, que son en expresión de S. S. León XIII (encíclica “Laetitiae Nostrae”, 1893) y que han aumentado con el tiempo, el desprecio de un vivir modesto y activo, el horror al sufrimiento y el olvido de los bienes eternos que esperamos; de ahí el descreimiento casi absoluto, rebeldía general, explícita o implícita, contra Dios y su Cristo y su Iglesia Santa; el grosero materialismo en las ideas y en las costumbres; en una palabra, el naturalismo en toda su extensión, o sea, ausencia o por lo menos flojedad y anemia de la vida sobrenatural en el individuo, en la familia y en la sociedad.

            Por lo mismo, si se quiere mejorar a los individuos, se les ha de inculcar mucho rosario; si se quiere reformar las familias, que en ellas vuelva a reinar la práctica de sus antepasados, la recitación cotidiana del rosario, estando todos los que componen la familia reunidos, si se quiere llevar por los caminos de bien a los pueblos, trabájese por generalizar y hacer popular y común el rezo del Santo Rosario. ¡Pueblos, que aun conserváis la santa costumbre del rosario de la aurora, haced cuanto sea posible para continuar tan santa institución!; tenéis en el rezo del Santo Rosario el antídoto contra todos esos males.

            En efecto, en los misterios gozosos se presenta a nuestra vista la humildad, la sencillez, modestia y hasta la pobreza en la familia de Nazaret, con la Encarnación, Visitación, Nacimiento de un Dios hecho Hombre, en la oscuridad, en el olvido, en la indigencia.

            Para nuestros dolores y sufrimientos encontramos un lenitivo muy grande en la contemplación de los misterios dolorosos o sea sufrimientos, tormentos, pasión y muerte de un Dios que muere por los hombres culpables, siendo Él inocente y santo. Y, ¿cómo no acordarnos de nuestra verdadera patria y desear los bienes imperecederos, que nos esperan, al repasar los misterios gloriosos, Jesucristo resucitado y subido a los cielos, la Asunción y glorificación de nuestra Madre María en el empíreo?; ¿al considerar todos esos misterios, no brotarán en las almas cristianas y devotas no sólo grandísimos deseos, sino también la flor de la resignación en las necesidades, desprendimiento, sencillez, humildad, amor a la cruz, resignación en los sufrimientos y, finalmente, el abandono de los bienes presentes por la adquisición de los eternos?.

            ¡Ea, pues, durante este mes de Octubre, dedicando de una manera especial al Santo Rosario, pongamos todos empeño grande por cumplir con esta devoción cual conviene y hagamos fuerza a Dios, por mediación de María, para que el Señor se apiade de nosotros y nos de la paz en los espíritus, paz en los individuos, en la sociedad y en la Iglesia!.

                                                                                      Vicente Blanco. o.m.i.

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